Algunos partidos políticos europeos y algunas naciones podrían acabar padeciendo lo que denomino el síndrome de Busiris. Busiris, tirano egipcio que mostró una crueldad exacerbada hacia los extranjeros, persiguiéndolos y eliminándolos del antiguo Egipto. Erasmo de Roterdam, en el Elogio de la locura, hace referencia a que “no han faltado quienes ensalzaran, a expensas de su aceite y de su sueño, con bien meditados elogios, a Busiris”, entre otras calamidades del mismo género.

Vemos con preocupación cómo el nacionalismo identitario se abre paso en Europa de este a oeste y de norte a sur. El repliegue nacional puede ser un factor desencadenante de conflictos territoriales y culturales dentro de la misma Europa. El terrorismo islamista está siendo utilizado como coartada por las fuerzas más reaccionarias de Occidente para ensanchar su influencia entre una población que tiene la percepción de que no se está haciendo todo lo posible para frenarlo. La denominada crisis de los refugiados les ha venido como anillo al dedo para arremeter contra las políticas de acogida europeas, adoptando posiciones decididamente xenófobas, como estamos viendo en los últimos días en Italia y antes más en Holanda, Austria, Alemania, Polonia, Francia, Hungría o Finlandia. El incremento porcentual medio de votos a opciones de derecha extrema o de extrema derecha en el conjunto de los países de la UE ha sido aproximadamente de 13,5 puntos porcentuales. El año 2017 se celebraron elecciones generales en 10 países europeos y en la mitad de ellos la extrema derecha ha logrado aumentar considerablemente su presencia en los parlamentos: en Alemania, Francia, Austria, Holanda y República Checa, que agrupan al 25% de la población del continente. La clave del éxito ha sido una propaganda política que ha llegado a los electores a través del miedo a la desaparición de su identidad nacional, poniendo en el centro de la culpabilidad a los extranjeros y a las políticas de la Unión Europea.

La conexión forzada entre refugiados y terrorismo ha calado en una parte de la población más proclive a soluciones drásticas. La apuesta por el repliegue nacional como salida al tratamiento de estos fenómenos complejos puede poner en peligro, e incluso acarrear, la arquitectura de la UE tal como la conocemos en la actualidad. Los partidos xenófobos son al mismo tiempo los abanderados del anti-europeismo. La extrema derecha europea presenta a la UE ante la ciudadanía como un complejo burocrático incapaz de solucionar los problemas de seguridad transnacional. Luego la solución sería el repliegue nacional para garantizar las fronteras y reforzar las identidades nacionales ante una diluida identidad europea amenazada por los extranjeros. En este proceso de reforzamiento el islam aparece de manera global como una amenaza. Los atentados islamistas en territorio europeo vienen a reforzar esta idea sesgada y oportunista. La diagnosis de la extrema derecha tiene un alcance sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial: se trata de que Europa deje de actuar como tal en el escenario internacional para actuar cada país por su cuenta.

El auge del euroescepticismo y del antieuropeismo pone de relieve que el proyecto europeo no está ni mucho menos acabado, y que permanece a merced de los populismos (tanto de extrema derecha como de extrema izquierda). En el escenario europeo vemos como algunos de los estados más beligerantes con la Unión son estados de reciente incorporación (por ejemplo Polonia o Hungría). Quizás habría que decir sus clases dirigentes, no sabemos exactamente qué piensan sus poblaciones. Llama la atención porque se trata de estados que han sido y siguen siendo receptores netos de fondos europeos para modernizar sus economías y sus sociedades, como lo fueron en su día Portugal o España. Da la impresión que sólo se reclama a Europa para lo bueno, no para compartir soluciones a conflictos que deberían abordarse desde una política común comunitaria, como es el caso de los refugiados.

La Unión Europea necesita más política común frente a los nacionalismos centrígugos, y entre esta política común es aún más necesaria una política común de seguridad y de inmigración. Las fronteras europeas de la Unión han de ser exactamente eso, de la Unión y no han de quedar al albur de decisiones particulares de los estados. Pero para ello se necesita una mayor apuesta por la solidaridad entre todos los países y hacer efectivas las sanciones a aquellos miembros que hacen caso omiso de las recomendaciones de la Unión cuando no toman decisiones contrarias a la misma Unión. Hay que lanzar una advertencia seria a determinados gobiernos: no se puede pertenecer a un club sin aceptar las reglas.

Angel Belzunegui Eraso
Profesor de Sociología URV
Centre d’Estudis dels Conflictes Socials

Aquest article ha estat publicat amb data 28/06/18 al Diari de Tarragona.